Tenerte
era perderte.
Mientras
ungías tus manos con las mías susurrando un tembloroso adiós,
la
carne de mi cuerpo se fundía como una vela en ebullición, y era mi
corazón.
Sentí
como mi memoria se desvanecía, los recuerdos te miraban incrédulos,
el
mañana con sonrisa triste tras una puerta que no quise abrir.
Como
regalo de despedida me vertí en ti, quedando vacía.
Tuve
que arrastrar mi cuerpo hueco y sin embargo tan pesado.
El
tiempo se detuvo, quien me dio la vida me la estaba arrancando.
Las
manecillas del reloj tardaron años en volver a andar.
Era
oscuridad cuando nos despedimos.
La
única luz de aquel lugar fue el brillo de mis ojos, entre lágrimas,
que
al final salpicaron también tus mejillas.
Tú
te fuiste. Luego yo.
Qué
raro.
Mucho
antes de empezar a perderte, antes incluso de que me tuvieras,
tú
viniste, y fui yo quien marchó.
Con
ese giro de 180 grados fue normal que al terminar de girar
no
supiese ya ni dónde estaba, ni quién era.
Fue
normal enfermar,
la
fiebre
y
el infierno.