Se me ocurrió anoche, a unas horas indebidas, una comparación interesante.
Siempre he sufrido grandes debates entre lo que llamamos corazón, y la mente. Cuando uno dice algo, o más bien lo siente, la otra intenta impedirlo, o aconsejarle de tal modo que lo único que consigue es oprimirle.
Así, llegué a la conclusión ilustrada de que la mente toma el papel de madre, y el corazón; de hijo. La madre, quiero decir la mente, parece que ya lo ha vivido todo, ajena a todo tipo de inclinación sensible, como si quedara lejos de aquel tiempo en el que una vez también ella sintió, y sólo sabe pensar de forma fría, casi material.
El hijo en cambio, el corazón, apenas sabe nada de la vida, y cree que cuando se enamora es para siempre, que la vida es color de rosa, y que el amor merece ser defendido a capa y espada.
Como toda madre, la mente ha de proteger a su polluelo, al corazón. E intenta hacerle ver que sus ideales se marchitarán con el tiempo, y que si no tiene cuidado, podrá darse buenos golpes.
Pero como todo hijo en plena adolescencia, sus oídos quedan sordos para los consejos.
Si se llega a producir un gran enfrentamiento entre ambos, la madre no tendrá derecho a echar a su hijo de casa, y si lo hiciera, lo único que conseguiría sería dejar su hogar vacío.
Como las flores necesitan del agua, como el agua necesita de la lluvia, y como la lluvia necesita de las nubes; la mente necesita del corazón, y viceversa.
Mi mente dijo en ese momento: “Yo, concedo algunos caprichos a mi hijo, y de vez en cuando aún sabiendo que se va a tropezar, le dejo caer para más tarde me venga llorando, así aprende.”
Mi corazón no quiso hablar, últimamente parece ausente…
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